A esto del deporte llegué tarde y mal. Hasta hace cinco años la tarea física no tenía cabida en mi vida: había otras prioridades, otros compromisos... Podéis llamarlo excusas, si queréis. En mis 20 me creía invulnerable y no consideraba que el deporte debiera ser un elemento destacado en mi rutina diaria.
Era una idea que se había infiltrado en mi subconsciente desde muy pequeño: cuando me saltaba las tareas extraescolares más físicas para ir a casa de un amigo a ver filmes de acción (protagonizadas por Schwarzenegger o Stallone, para más inri) o cuando me pasaba los recreos dibujando y leyendo mientras el resto de los niños jugaban al fútbol (al menos desarrollé unos excelentes reflejos de tanto esquivar balonazos teledirigidos directamente a mi cabeza).
Pasada la adolescencia picoteé en algunas disciplinas: un poco de gym por aquí, un poco de montaña por allá, algo de atletismo... pero sin compromiso real no había motivación, y ya sabemos que sin motivación la adherencia brilla por su ausencia.
Además, con mi formación en artes me había montado una cómoda filme en mi cabeza: yo iba a ser un hombre de letras, interesado en la cultura y en la creatividad ¿Por qué iba a tener cabida algo como el deporte en mi día a día?
Fue un momento de claridad mental: entendí, obligado por las circunstancias, que el deporte no era algo indisociable del resto de facetas de mi vida, sino un complemento que me permitiría mejorar en todas ellas.