La fastuosa ronda de financiación de 6,600 millones de dólares de
OpenAI, que pasa a valorar la compañía en nada menos que 157,000 millones de dólares, le permite temporalmente esconder un problema que va a replicarse durante bastante tiempo en todas las compañías dedicadas al desarrollo de productos basados en inteligencia artificial: la
fuga de
cerebros.
De hecho, todo parece indicar que buena parte de los miles de millones de dólares captados en la ronda van a dirigirse a un fin que a los inversores no suele parecerles demasiado bien: la recompra de acciones de empleados que, en su momento, fueron pagados parcialmente con stock options de la compañía y que llevan tiempo deseando ardientemente un «cambio de vida».
La cuestión es compleja: por un lado, en una compañía de inteligencia
artificial en estos días es, sin duda, una garantía de poder irse a la industria que uno quiera y demandar sueldos astronómicos por diseñar y poner en práctica lo que sabe hacer. Obviamente, no es tan simple: hace falta un conjunto de habilidades muy grande para lanzar una iniciativa exitosa de aplicación de inteligencia
artificial y muchas de las variables implicadas ni siquiera están en manos o bajo el control del directivo que se pone a hacerlo, que habitualmente suele además ser experto tan solo en un determinado subconjunto de esas habilidades. Pero aún así, pocos se quejarán de sus expectativas profesionales si a día de hoy están trabajando en este ámbito.